Expedientes ALFA - OMEGA

Misterio e intriga de principio a fin... curiosidades, hechos bizarros e increibles, lo "paranormal": todo lo diferente a la cotidianeidad tiene lugar en esta bitacora de fenomenos e interrogantes de dificil respuesta... porque ¡aún no hemos perdido la capacidad de asombro!

sábado, julio 10, 2004

Edgardo Cozarinsky y su visión política

Un escritor y cineasta argentino analiza con optica poco frecuenta la realidad de su país, y en sus comentarios, refleja mucho acerca de latinoamerica.

"...Los intelectuales y el país de hoy

"Los argentinos son mejores que la historia de su país"

Edgardo Cozarinsky y su visión política

Artista nómade, el escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky va de mapa en mapa empujado por una doble obsesión: eludir fantasmas y buscar palabras. Su pasión por observar el mundo (y por traducirlo) lo lleva a perseguir imágenes. Salta el océano como quien va a Quilmes. Vive en grandes aviones, disuelve husos horarios y humilla al jet lag. Es pasajero de equipaje breve: bolso de mano, libreta de apuntes y, acaso, una flor. Insomne de tiempo completo, no hay tesela de la realidad que se le escape. Dedicó su vida a la gimnasia de la mirada. A descubrir lo no visto ni clasificado por otros. Y de eso (y por eso) vive. Ausente del país de 1974 a 1985, viene dos o tres veces por año y descarga en la playa natal su obra fresca: film o libro. En París asume trabajo concreto, vida práctica. Aquí, su imaginario.

En Buenos Aires pasó infancia y juventud. Y es aquí donde encuentra, como en un cuento de Henry James, "el que yo hubiera podido ser de haberme quedado". Le fascina comparar el país que deja tras cada visita con el que encuentra al volver. Lo celebra. Lo goza. Lo filma. No es turista: es viajero. De traer, como ahora, su novela "El rufián moldavo", editada por Emecé (como antes "La novia de Odessa"), y "El pase del testigo", que publicó Sudamericana. O entrometer su cámara en lo canalla de la noche urbana. Antes de responder, Cozarinsky abre el paraguas: "Probemos. Pero yo no soy un opinador al uso. Sólo puedo hablar de lo sensible". (Y opinará sensiblemente.)

-¿Y puede hablar de la nostalgia?

-No siento nostalgia. Viví cosas en mi juventud en Buenos Aires que pertenecen a una época clausurada. Lo que encuentro al venir es una experiencia, para mí, extraordinaria. Jóvenes que no tienen nada que ver con lo que era la gente de esta ciudad cuando yo vivía aquí. Estoy lejos, pero no distante de lo que sucede aquí, y me sorprende que a pesar de los problemas exista tanta fuerza positiva. Una libertad de conducta, de mirada, de juicio. Un especial enfoque sobre la realidad que los rodea. Una mirada sin tapujos que me alimenta mucho.

-¿Cuando "escribe" con la cámara procede igual que ante la página en blanco?

-Sí y no. Soy un esquizofrénico controlado. Cuando escribo me gusta estar solo. Para filmar, rodeado de gente. El cine siempre se hace con otro. Compartir un proyecto con otro. En cuanto al trabajo en sí, tanto en la escritura como en el cine me importa la tarea de montaje, el "cortar y pegar", esa carpintería artesanal para crear un efecto de interés o un voluntario desorden para causar en el lector o en el espectador una cierta inquietud. Pero hay discordancia. Las palabras a veces vienen por asociación, sugieren cosas de otros. Arrastran pasado, influencias, historia que ellas contienen y obligan a un rigor más complejo para dar con lo propio de uno. En el cine es distinto. El archivo de citas, imágenes y palabras en el cine no es mental, sino crudo material filmado...

-Vivimos en una cultura que privilegia lo visual y elude inmersión y reflexión. ¿Podrá mantener la literatura su influencia de siglos?

-Me parece difícil. Creo, por el contrario, que tal vez va a sobrevivir como una comunidad de catacumbas. No como la de los primeros cristianos, sino como la de los últimos. Como los últimos hombres de libros. Creo que cuando estallen todas las centrales eléctricas y electrónicas del mundo y se queden sin energía las computadoras y nadie tenga acceso y se borren los discos duros y el Apocalipsis virtual llegue para todos los que han cifrado su vida en ellos, un pequeño libro impreso que se pueda leer a la luz del sol va a seguir existiendo y va a permitir que alguien conozca un poema de Quevedo.

-Lo que denominamos historia es, ciertamente, historia con dirección humana. ¿La hacemos todos, como nos dicen, o sólo unos diez mil terrestres por generación? ¿O no es otra cosa que un montaje azaroso?

-No pretendo saber qué es la Historia, así, con hache mayúscula. Para mí no es, por cierto, ese ídolo hegeliano, autónomo y amnésico, esa pura conciencia que se va constituyendo sobre masacres demasiado concretas y abstracciones demasiado sangrientas. Me parece significativo que Hegel haya creído reconocer su realización en Napoleón y, más de un siglo después, su comentarista y exégeta Alexandre Kojève haya creído verla en Stalin. De esa historia, a mí sólo me interesan los perdedores, cualquiera sea su probidad o su sinceridad: los que pelearon por una idea que les pareció legítima y las veleidades de la ideología iban a decretar caduca. Pueden ser monstruos (lo sé demasiado bien), pero la complacencia en la virtud de los ganadores me deja indiferente o me repugna.

-¿Cómo siente que transcurre la historia, sea en Francia o aquí? ¿Cambia, se repite, va a los saltos, en espiras, hacia atrás?

-En una época pensé que era algo propio de la Argentina que los conflictos históricos no se resolvieran. Pensé que Rosas o Perón iban a permanecer no enterrados en la conciencia (que a menudo se confunde con la superstición) social. Tras la caída del muro de Berlín se han visto en Europa salir de sus tumbas tantos cadáveres con buena salud que pienso, una vez más, que mi país no es una excepción. En ningún aspecto. A lo sumo, las cosas ocurren aquí antes que en Europa, con más fuerza, a lo bestia, como corresponde a un país aún no anquilosado. En Francia, los momentos de violencia orgiástica, en general ligados a la construcción de un "hombre nuevo", ya sea el terror de la Revolución Francesa o la colaboración del régimen de Vichy, para alivio colectivo, duran poco. Como decía Borges del nazismo: se puede vociferar, matar y morir por él. Lo que no se puede es vivir en él.

-Del fin de la historia hablan mucho los intelectuales, pero no inquieta para nada a los muchachos del café o a los campesinos. ¿Qué influye más en el individuo? ¿Lo que murmura su interior o lo que le imponen los grandes otros de su tiempo?

-A la mayoría de la gente la historia no le importa, como no le importan las ideas. En un país de inmigrantes como el nuestro, y también en los Estados Unidos, la memoria genealógica suele perderse en la segunda generación. La gente vive más liviana, no siente sobre sus hombros el mandato de un papel heredado, de ser un eslabón en una cadena cuyo inicio se ha perdido u olvidado, cuya meta es indiscernible. Pero también en la Europa de hoy los jóvenes han olvidado o confunden las guerras que pelearon sus padres, las ideas por las que se mataron. O ven muy claramente la parte de sombra en cada uno de los bandos en conflicto. Y no hablemos de los Estados Unidos del tercer milenio, felices de liquidar los restos de aquel espejismo de rectitud pública que había sido herencia protestante.

-¿Cuándo empezó a meterse la historia de la Argentina en su vida?

-Creo que fue en la escuela primaria. Fui a una escuela del Estado. Tuve que escribir en el pizarrón "Perón cumple, Evita dignifica". Me obligaron a leer "La razón de mi vida". También me vi obligado a dejar el aula común, junto con chicos de familias protestantes, ateas y judías, para asistir a clases de moral, porque Perón impuso a partir de 1946, para retribuirle a la Iglesia el apoyo dado en las elecciones recientes, la enseñanza religiosa en la escuela que había creado Sarmiento: laica, gratuita y obligatoria.

-En 1536 tuvimos una feroz hambruna que inspiró al cura español Luis de Miranda el primer poema "argentino". Al relatar el canibalismo a que se había llegado, concluye su elegía así: "Las cosas que allí se vieron no se han visto en escritura, comer la propia asadura de su hermano". ¿La violencia que atraviesa gran parte de nuestra historia no dependerá de este dístico de origen?

-Sería a la vez horrible y reconfortante pensar que, aun en esos extremos, la realidad imita al arte. Entre paréntesis: es una idea de Wilde que a menudo le oí repetir a Lamborghini: podríamos pensar que la ESMA copió páginas de "El fiord"... Me parece menos utópico suponer que algunos artistas perciben antes, más lúcidamente, aspectos de la realidad que la superficie de la experiencia cotidiana oculta. En este aspecto, "El matadero" sigue siendo, junto con "Una excursión a los indios ranqueles" y "Facundo", pero de una manera visceral, pesadillesca, irracional, el texto fundador de la Argentina: una cara del siglo XIX, acaso menos perfecta como literatura que el "Martín Fierro", pero donde reconozco, proféticamente, la realidad y las ilusiones que alimentaron durante tanto tiempo nuestra vida. ¿Quién se acuerda, en cambio, de "La bahía del silencio"?

-¿Qué recibió de Francia? ¿Qué le debe usted a la Argentina?

-Francia me dio lo que puede dar un supermercado de la cultura. La Argentina me dio los primeros sabores, los primeros olores, las primeras felicidades y las primeras humillaciones, todo lo que nutre mi trabajo -llamémoslo, con impudor- creativo. A ese humus he aprendido a darle forma, a sacarlo de adentro, a nombrarlo y elaborarlo, en Francia, sí, pero también en toda Europa. Creo que hoy escribo mejor castellano que cuando vivía todo el tiempo en la Argentina, porque he convivido años con la severidad de la sintaxis francesa. Pero la entraña oscura, el motor primero, está aquí. Cuando sueño, nunca estoy en otro lado; estoy, siempre, en Buenos Aires.

-¿Y qué le debe el país a usted?

-El país no me debe nada. Me regala lectores y espectadores.

-¿Qué sucesos cotidianos de la Argentina 2004 lo hacen gozarla y cuales sentirse un extranjero en su propio país?

-Gozo con los jóvenes, tan libres, tan dispuestos a explorar todo lo que en mi juventud se daba por sentado o se temía mirar de frente, sin el apoyo de una militancia, de un grupo literario o artístico, de una religión. Me gustaría ser joven en la Argentina de hoy. Extranjero en mi país no me he sentido nunca. Ante la vida política puedo reírme o sentir vergüenza ajena, como ante la televisión cuando le corto el sonido, pero me reconozco visceralmente en su comedia grotesca.

-¿Llega usted a veces a sentirse más argentino en París que aquí?

-Desde luego. Cantidad de aspectos de la Argentina que me irritaban cuando vivía aquí todo el tiempo empezaron a parecerme, primero, interesantes, luego, positivos desde la distancia. Y no hablo del mate y del tango. Esa aptitud para la comunicación inmediata entre gente que apenas se conoce, que puede ser invasora, insufrible, se convierte en objeto de deseo desde el contexto de sociedades donde los contactos están muy codificados y las distancias se mantienen o anulan según reglas estrictas.

-¿Encontró a Buenos Aires más convulsa y a sus amigos y a la gente más inquietos?

-Estuve en Buenos Aires durante el mes que siguió a la huida de De la Rúa. Allí sí que vi convulsión e inquietud y, al mismo tiempo, una maravillosa posibilidad, frágil, fugitiva, de cambio. Fui mucho a las asambleas barriales en las plazas, donde por primera vez señoras de clase media hablaban con repartidores de supermercado, más allá de dejarles una propina o de protestar por el atraso de la entrega. Cuando uno de los chicos dijo que aspiraba a saber el sábado si la semana siguiente iba a tener trabajo, porque sólo se enteraba al llegar, el lunes, una mujer le dijo que a ella le pasaba lo mismo en la editorial donde trabajaba: varias colegas se habían encontrado de un día para otro con la oficina cerrada, el contenido de su escritorio en cartones y un remise esperándolas para devolverlas a su casa. En esos días sentí que algún contacto entre experiencias estancas se establecía. Luego el país salió adelante, gracias a la energía y la capacidad de trabajo de la gente y no a los políticos, cuyo único interés es mantener con retoques cosméticos el sistema que les da protagonismo.

-Dada su edad, usted fue alcanzado por el peronismo. ¿Salió dañado, alterado, amplificado o mejorado? ¿Entiende usted al peronismo? ¿Cómo lo describiría?

-Al peronismo le debo mi escepticismo muy temprano, que se fue haciendo medular. Acaso no sea algo positivo, pero con ese escepticismo recuerdo, vivo y funciono. Como fenómeno histórico, siento que el peronismo fue liquidado por el regreso de un líder senil en 1973, por la masacre de Ezeiza, por esos mismos jóvenes que se pensaban de izquierda y creían haberse infiltrado en el movimiento. Pero sabemos que la distancia nos permite recibir la luz de estrellas muertas... Hoy el peronismo es algo tan universal como inconsistente: tuvo la cara de Menem y la de López Rega, la de Evita y la de tantos caudillitos provinciales. Ha tenido poetas y cineastas que importan. Como Gardel, el Che o Maradona, pertenece a la esfera de la mitología y lo irracional: del folklore.

-¿Está de moda "surfear" por el pasado? ¿Se está banalizando nuestra historial oficial?

-"Surfear" me parece, ay, la metáfora justa... Hay algo positivo en atreverse a mirar al pasado, aunque más no sea con la intención de hallar apoyo para prejuicios e intereses de hoy. Una vez más: no se trata de algo propio de la Argentina. En Francia, cada generación relee la historia de hace poco más de medio siglo y trata de entender cómo, en ese país ocurrió la banalidad de la vida durante la ocupación. En la Argentina la nostalgia setentista de hoy encubre tanto como lo que rescata. Subsiste el miedo de mirar de frente muchas conductas, de examinar esas utopías que se celebran porque fueron liquidadas y nadie hubiera querido vivirlas, de haberse realizado.

-¿Puede alguien ser mejor que la historia del país en el que vive?

-La mayoría de los argentinos son mejores, mucho mejores que la historia de su país.

-¿Qué deberíamos hacer para merecer no tener gobierno?

-Ser suizos. No se lo deseo a nadie que no sea, ya, suizo. No sé. Borges decía que le gustaba Suiza porque casi no se sabía el nombre del presidente ni qué cara tenía. Pero la experiencia suiza es irrepetible: un país de sólo siete millones de habitantes, cuya única ley fundamental es el secreto bancario...

-¿Hablar de la Argentina es llorar?

-Llorar y reírse a las carcajadas. ¿Alguien se acuerda de ese póster que durante su paso relámpago por el poder hizo pegar en las paredes del microcentro Rodríguez Saá? Decía: "Adolfo las tiene bien puestas" y las dos letras o del nombre tenían forma de huevo y color amarillo... Sí, reír y llorar. Casi siempre al mismo tiempo.

Por Esteban Peicovich
Para LA NACION..."
 
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